Es a cara o cruz, no hay más. Chocan dos modelos de país, que tienen profundamente dividida a la calle, y por eso son los comicios más complicados de la historia del país.
Carmen Rengel - El HuffPost 30/10/2022
Luiz Inácio Lula da Silva y Jair Bolsonaro, en sendas imágenes de la campaña electoral.
AP / GETTY
Brasil vota este domingo y nadie sabe lo que puede pasar en esta cita con las urnas. Se enfrentan los dos candidatos que han quedado vivos en la segunda vuelta de las presidenciales, el actual presidente, Jair Bolsonaro (del Partido Liberal), y el exmandatario Luiz Inacio Lula da Silva (del Partido de los Trabajadores). Hace un mes, en el primer round, se impuso el segundo, pero con menos diferencia de la esperada y sin llegar a la mayoría absoluta, y eso forzó a hacer campaña un mes más, un tiempo en el que los programas políticos casi se han olvidado porque todo ha sido tensión, acusaciones y hasta violencia. Chocan dos modelos de país, que tienen profundamente dividida a la calle, y por eso estamos ante comicios más complicados de la historia del país.
Acudir a lo ideológico es simplificar demasiado. No es este sólo un duelo entre conservadores y progresistas, entre élite y clase trabajadora. Se mezclan la democracia con el autoritarismo, el hambre, el dinero y la corrupción, la religión, la ecología, las armas, la salud y hasta la decencia. 156 millones de electores tienen ahora la palabra.
El punto de partida
En la primera vuelta, el pasado 2 de octubre, hasta 11 candidatos pelearon por gobernar Brasil. Ahora es cosa de dos, de un exmilitar de extrema derecha y de un antiguo líder sindical convertido en presidente de 2003 a 2010 por una coalición de izquierda. En aquella ocasión, las encuestas pronosticaron que ganaría Lula y que incluso lograría pasar la barrera del 50% de os votos y, por tanto, proclamarse presidente en el primer intento. Los sondeos, sin embargo, fallaron sensiblemente: Lula logró 57.2 millones de votos (48.4% de los sufragios) y a Bolsonaro, 51 millones (43.2%). Cinco puntos que no eran los diez previstos.
Quedó claro que ni el expresidente arrolló, tras su retorno a la vida política tras pasar 580 días en la cárcel por corrupción -todos sus casos han sido archivados ya-, ni Bolsonaro estaba amortizado, que la sociedad estaba mucho más radicalizada de lo que decía a los encuestadores y que quedaba un 8% de votos en el aire que había que intentar captar en la convocatoria que ahora nos ocupa, procedentes de partidos centristas, sobre todo. A esa masa se suman los 6,2 millones de votos de diferencia entre Lula y Bolsonaro y ya tenemos el escenario de la pelea, a dentelladas, de estos días. No se había visto nada igual desde que el país recuperó la democracia, en 1985.
Todo eso pasa a examen este 30-O. En esta ocasión, el promedio de las encuestas conocidas da un 47% de los votos al PT y un 45% al PL, aunque hay horquillas que bajan al empate y otras que amplían a diferencia a siete puntos, en favor de Lula. Se han ajustado los censos, que se dice pudo ser uno de los fallos de las estimaciones de hace un mes, pero ya nadie se aferra a estos datos con la fiereza de entonces. Todos dudan de todo y el Partido de los Trabajadores, supuesto vencedor, trata de convencer y movilizar a un electorado menos militante que el de Bolsonaro para que no se canse, para que no desista, para que no se confíe dando la elección por superada.
Luiz Inácio Lula Da Silva y Jair Bolsonaro, el pasado 16 de octubre, durante un debate televisado, en Sao Paulo.
ALEXANDRE SCHNEIDER VIA GETTY IMAGES
La coyuntura pedía cambios
Vistos los datos de la primera vuelta, la estrategia de los partidos ha sido ir a por todas, sin medida. “Salvaje”, como la califica Graciliano Rocha, editor de investigaciones de UOL, en el Washington Post. Lula dedicó los primeros días a conquistar a los partidos más templados que poseían ese preciado 8% de votos que no fueron a ninguno de los dos candidatos principales. Y lo logró: tanto Simone Tebet (que quedó en tercer lugar con su Movimiento Democrático Brasileño) como Ciro Gomes (cuarto, del Partido Democrático Laborista) se han alineado con él, sobre todo alegando que en Brasil está en juego la democracia y que Bolsonaro es quien la pone en tela de juicio.
Ya había habido acercamientos en la campaña entre todas estas siglas, así que eso no ha sido una gran sorpresa. Más eco ha logrado Lula al conquistar a una buena parte de los empresarios e industriales del país, que ante la debacle de la derecha clásica brasileña había optado por Bolsonaro, esos que alertaban del PT por su supuesto chavismo o comunismo o todos los ismos terribles de la izquierda, y que ahora han entendido que el sistema peligra en manos de la ultraderecha.
Son parte, no todos, hay quien sigue alineado a pies juntillas con Bolsonaro y de ahí que se hayan dado avisos de despidos y amenazas varias de empleadores a empleados si no votan bien. “Las quejas registradas, 1.633 en lo que va de campaña, han crecido un 670% respecto a las elecciones de 2018, según datos de la Fiscalía (...). El número de empresas demandadas también es doce veces mayor que hace cuatro años”, informaba esta semana El País.
A priori, incluso a pesas de estas presiones. Lula podría estar tranquilo, en apariencia: cuenta con su base del 2 de octubre, más el apoyo de nuevas formaciones y el alineamiento de un sector duro en el empresariado. Tiene esa popularidad perenne, siempre el candidato más querido hasta cuando estaba entre rejas, el dirigente que se marchó porque la ley obligaba, con una popularidad superior al 80%, y que vuelve por sus fueros. Y, sin embargo, en el PT asumen que no es suficiente, que los datos son demasiado ajustados, que más voto oculto de la derecha y no lo cuentan. Por eso se han acabado embarrando, también, en la guerra sucia de estos días.
Por un lado, ha cargado con datos y evidencias contra algunos de los escándalos más grandes del mandato de Bolsonaro, como los retrasos en la compra de vacunas contra el coronavirus o la laxitud en el establecimiento de medidas de control, que a la postre ayudaron a que la cifra de muertos superase los 680.000 muertos. Pero por otro, ha atizado con amarillismo: el propio Lula da Silva se encargó recordar cómo su adversario había hablado sobre la posibilidad de participar en un ritual indígena con carne humana allá por 2016, y luego su gente fomentó la acusación de que Bolsonaro hace “apología de la pedofilia”, tras llamar prostitutas a niñas venezolanas.
Dinero y mentiras
¿Qué ha hecho el actual presidente? Pues ha moderado un poco el tono, para ganarse al centrismo, y ha dejado a sus asesores y seguidores las redes sociales y las noticias falsas para promover porquería contra sus oponentes. Hay un primer punto importante: el miedo cacareado sobre un posible fraude en las elecciones lo dejó en un segundo plano al ver que su diferencia con Lula no era tan abultada. Sigue habiendo llamamientos a examinar los votos, pero no tienen la fuerza de un mes atrás, lo que no quiere decir que no vaya a enarbolar de nuevo esa bandera si pierde este domingo, uno de los mayores peligros de esta cita.
Bolsonaro ha ido al bolsillo de los brasileños. Sabe que Lula es al presidente antihambre, el hombre que implantó dos programas revolucionarios, Hambre cero y Bolsa familia, con los que en una década benefició a 52 millones de ciudadanos, el 27% de la población, y se ha dedicado en estas semanas a repartir dinero con ansia, en un intento de ganarse él también buena imagen entre los más pobres, o sea, los que menos le votan (el mapa electoral fue claro: Bolsonaro ganó en el sur más rico y urbano y Lula, en el noreste, más pobre y rural).
El aún mandatario se ha puesto a aprobar ayudas económicas directas, rebautizadas como Auxilio Brasil para que no se parezca a lo que hizo el PT, lo mismo que ha lanzado recortes de los precios de los combustibles y se ha metido a promover hipotecas subprime. No es que no haga falta, con la inflación subiendo un 7,2% en septiembre, por ejemplo, sino que el problema es que no lo hace por programa político sino por coyuntura electoral. UOL ha publicado que estas medidas le costarán a las arcas pública unos 22.000 millones de euros este año y se estima que el Gobierno ha entregado ya 4.000 más con ayudas directas.
Dinero es una de las bases de la campaña in extremis de Bolsonaro. La otra son las mentiras. Ha habido una oleada de fake news en redes sociales pero también en medios convencionales afines, hasta el punto de que Lula ha tenido que desmentir que haya hecho “un pacto con el diablo” y reiterar que es cristiano y cree en Dios, porque los ultras han hecho correr ríos de tinta sobre si también pretende clausurar y quemar iglesias si recupera el poder. Es la llamada guerra santa, a la búsqueda del voto de fe, sobre todo de los evangélicos, y que sube la fiebre en el país. De la Amazonia y los peores niveles de deforestación en 15 años, alcanzados por sus políticas, de eso no se habla.
Bolsonaro ha ido por cauces de afines pero también por propios, gastando lo que nadie quiere desvelar en anuncios de radio y televisión en los que se vincula a su adversario con la despenalización del aborto -Lula defiende el derecho pero personalmente no lo comparte- o el crimen organizado. Aprovechando su tiempo en prisión, sostiene que los delincuentes del país, los encarcelados, dieron masivamente su voto al PT, “tal es su calaña”. Un Tribunal Superior Electoral ha tenido que intervenir y vetar la campaña, por incierta.
A cuatro días de la segunda vuelta, Bolsonaro también denunció una presunta maniobra para perjudicar su campaña, decía que las radios del nordeste del país -territorio Lula-, dejaron de transmitir 154.000 horas de la propaganda gratuita a la que tiene derecho como candidato. Pidió que fueran retirados todos los anuncios de Lula para compensar el daño sufrido. Ni caso, pero el ruido está hecho, y en algún votante puede calar su mensaje.
Lo que está en juego
Tanto toma y daca ha dejado de lado los debates programáticos y el mayor, de fondo: el de los estándares democráticos que quiere Brasil. El americanista Sebastián Moreno sostiene que “el gran temor de estas elecciones es a que se produzca una denuncia de fraude por parte de Bolsonaro, que ya se ha quejado profusamente del voto digital. Ha habido hasta gobernadores de su partido pidiendo la anulación de los comicios por eso, aunque él luego se ha desmarcado. Nadie sabe qué hará en la noche del día 30. Puede ser otro Donald Trump, a quien tanto admira, y eso es un riesgo para la estabilidad de la nación”.
No es sólo un miedo concreto a esa denuncia, añade, sino que venimos de una legislatura en la que ha quedado claro que Bolsonaro es un enamorado de la dictadura que aplastó al país entre los 60 y los 80 del pasado siglo. “Lo que tenemos es un grupo que respeta las reglas democráticas, la Constitución, el sistema electoral, que es el PT con sus aliados, y otro que no lo hace, que es el de Bolsonaro”, denuncia.
A su entender, hay ejemplos “preocupantes”, botones del riesgo que un segundo mandato puede suponer. “Ha atacado la legitimidad del Congreso, del Supremo y del sistema electoral. Nunca ha aportado pruebas de su supuesto mal proceder. También hay lo que se llama un cierre del espacio cívico, que incluye diversas formas de atacar a periodistas o políticos contrarios, también a minorías como las mujeres o los indígenas. En Brasil hay un problema de polarización pero, sobre todo, de extremismo y de desinformación, con los que el presidente ha alimentado a su círculo y contra el que es difícil pelear racionalmente”.
“El otro es visto como el enemigo”, añade, y eso se complica en un contexto en el que las armas han vuelto a primer plano, Bolsonaro emitió en este tiempo una serie de decretos presidenciales para facilitar que la gente solicite una licencia para portar armas registrándose como cazadores, tiradores deportivos o coleccionistas que ha acabado llenando las calles. La violencia verbal de las mentiras ha pasado a ser real, con numerosos incidentes en la campaña y precampaña: Marcelo Arruda, un guardia municipal y dirigente del Partido de los Trabajadores, fue asesinado en julio en su fiesta de cumpleaños, abriendo paso a razzias puntuales, y más cerca, el pasado domingo, un exdiputado partidario de Bolsonaro, Roberto Jefferson, se puso a disparar granadas y a disparar a la Policía. La condena de Bolsonaro tardó días en llegar, tras protegerlo. “Hay mucha incertidumbre, ahora los extremistas están armados”, confiesa el profesor.
Los contenidos eliminados por la justicia, las explicaciones ante las mentiras o los desbarres como los de las niñas venezolanas deberían pasar factura a Bolsonaro, en un sistema oxigenado, pero “la división es tanta en Brasil, tan marcados están los bandos, tanto odio genera Bolsonaro en un lado como Lula en el otro, que es muy difícil que estos eventos cambien nada”.
Para Moreno, es “esencial” un examen de conciencia por parte de los ciudadanos “comprometidos con la democracia”, para votar el domingo por un sistema limpio. Un segundo mandato de la ultraderecha, se teme, sería el de la “involución verdadera”, cuando además tiene mayoría en el parlamento. Reclama una presencia “activa y reafirmante” de la comunidad internacional para avalar los resultados que salgan de las urnas. “Brasil es la mayor economía de América Latina, un gran país que no necesita tutela alguna, pero en este caso, si los resultados son limpios y hay quien los pone en duda, la reafirmación internacional de quien venza será importante para evitar males mayores”, concluye.
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